De cómo y por qué me convertí en lector

No recuerdo a qué edad comencé a leer, ni tampoco si lo hice con ganas o con interés. Lo que sí recuerdo, a la perfección, es que estuve enfermo con seis años. No me preguntéis qué fue, porque el recuerdo no llega tan hondo. Sé que tuve fiebres altas y que me pasé varios días metido en la cama de mi madre sin levantarme. Ella se sentaba a un lado y me leía capítulos de un libro cuyo título, maldición, tampoco recuerdo. Sé que era de aventuras, poco más puedo deciros sobre ese libro. Sé que el protagonista era un caballero y había princesas, castillos y hasta dragones. Recuerdo lo mucho que me emocionaba que llegara mi madre y empezara a leer. También me acuerdo de la frustración al terminar un capítulo dejándolo interesante para el siguiente (lo que ahora llamamos cliffhunger).

Ese fue el libro que me hizo engancharme a la lectura. Con aquellas aventuras narradas junto a la cama comprendí que los libros nos transportan a otros mundos, nos hacen vivir otras vidas y nos enseñan cosas que jamás veremos con nuestros ojos. Desde entonces soy un lector voraz. No rápido, porque llevo un ritmo tranquilo y según qué libros prefiero degustarlos tranquilamente o devorarlos con ansia, pero siempre tengo un libro empezado y voy recorriendo el camino que me marca hasta llegar al final.

Allá con trece o catorce años mi hermano me entregó un volumen en tapa dura de un señor muy feo (cuya foto ocupaba la mitad de la contraportada y aparecía en ella con los ojos muy abiertos y una expresión que nunca he sabido si pretendía dar miedo o risa) llamado Stephen King. El libro en cuestión era La tienda y mi hermano me dijo lee esto, sin más información.

La verdad es que seguía los consejos de mi hermano. Él me enganchó una época a los Librojuegos (mi preferido siempre fue Laberinto mortal) y a los de Elige tu propia aventura. Hay varios libros que siguen estando en mi top que me recomendó él, como por ejemplo Cero absoluto, de Allan Folsom. Un libro del que me dijo hagas lo que hagas, no leas la última página hasta que llegues a ella o te vas a joder una gran sorpresa. Le hice caso y flipé con la última frase del libro tanto como había flipado él. Aún sigo haciéndolo cuando lo recuerdo. Y fijaos, desde ese momento comprendí que un spoiler (otra palabra que por aquel entonces no existía y que definíamos como joderte la trama) era algo maligno y que se debía evitar a toda costa. Hoy lo llevo por bandera. Procuro no leer noticias sobre series, libros y ya he llegado hasta el punto de no ver trailers (desde hace unos años los trailers te cuentan toda la película, ¿dónde ha quedado aquello de meter ganas pero sin desvelar la trama?)

La tienda. Definitivamente, un libro capaz de volarte la mente. El juego de la cizaña llevado hasta las últimas consecuencias. Una maraña de nombres y relaciones entre personajes tan brutal que no me extrañaría que haya gente que necesite leerlo tomando notas en una libreta. Bien, aquel señor feo de la contraportada me fascinó hasta tal punto que desde ese momento me dediqué a la ardua tarea de leerme todo lo que hubiera escrito. Algo que sigo manteniendo también hoy. Excepto El juego de Gerald, que lo he empezado hasta tres veces sin conseguir leerlo entero, me he leído todo lo que ha escrito, lo bueno, lo malo y lo regular.

Como digo, siempre tengo un libro a mano. Leo en cualquier momento que tengo disponible para hacerlo. Paso épocas en las que leo mucho y otras en las que leo menos, pero siempre algo y todos los días aunque sea un minuto (el de acostarme hasta quedarme dormido, muchas veces con el libro al lado y la luz encendida… cosa que a mi mujer le molesta bastante, ups).

Nada alimenta mi mente como un buen libro. Y soy un yonki de esa sensación de vacío existencial que se te queda cuando terminas de leer algo que te ha absorbido y arrastrado a su universo.

Y de hecho, es gracias a todo esto que soy escritor. O que lo intento.