Cuando el reloj marcó las 00:00 que daban inicio al siete de septiembre de mi cumpleaños número veinticinco, Sabina aún lideraba a su banda sobre el escenario montado a propósito en Las Ventas. Y aún le quedaba hora y media de concierto por delante.
Cualquiera que conozca un poco a Joaquín Sabina sabrá que Las Ventas para él tiene un algo que hace especiales los conciertos, y en este en particular se sintió. Sabina estuvo expléndido durante todo el concierto, a veces melancólico, a veces rockero, siempre según la ocasión lo requería. Verle tocar durante tres horas fue toda una experiencia a recordar, más en estos tiempos en los que los artistas se han subido a la parra de colocar las entradas a millones para luego tocar durante hora y media o dos horas y despedirse sin más.
Sabina no, él se mantuvo a sus sesentaytantos (creo) durante tres horas al frente del escenario, cantando y tocando la guitarra, y deleitando los oídos de todos los que estábamos allí con sus bromas, sus poemas, sus anécdotas y recuerdos, y sobre todo, sus canciones. Y las hubop de todas épocas y para todos los gustos. Desde «el hombre del traje es gris» hasta el «llueve sobre mojado» de aquel album compartido que tan poco me gustó. Golpeó con saña el escenario con su bastón al ritmo de «ahora», bromeó con Olga Román durante la «magdalena», hizo que toda Las Ventas saltara al ritmo del pirata cojo y su pacto entre caballeros, dedicó su yo me bajo en atocha a los ausentes del once de marzo, nos resumió su vida con «resumiendo» (valga la redundancia)… y nos emocionó tocando la gran añorada de giras anteriores que es «pongamos que hablo de Madrid». Un gran momento, porque al parecer ni siquiera el resto de la banda se la esperaba, pero Sabina se lanzó, él sólo con la guitarra, a cantarla y los demás se le fueron uniendo poco a poco.
Su despedida, con «19 días y 500 noches». Se quita el sombrero para hacernos una reverencia mientras toda la plaza le reverenciaba a él. Bien merecido.
Ahora, me queda el resto del día por delante.